Narcocultura, la nueva exportación de Latinoamérica
La polémica por la presencia del músico mexicano Peso Pluma en el Festival de Viña del Mar puso en primer plano un viejo debate: ¿dónde termina la libertad de expresión y comienza la apología del delito? ¿Qué tanto es aceptable la normalización social de una actividad ilegal como el narcotráfico?
Por Leonardo Oliva
La actriz colombiana Sofía Vergara estrena en estos días en Netflix la serie “Griselda”, que protagoniza en el papel de la “reina de la coca”. Los rostros de Pablo Escobar y Joaquín “El Chapo” Guzmán aparecen estampados en remeras que se venden en mercados de todo el planeta. Los narcocorridos del mexicano Peso Pluma, después del festival en Chile, estarán en el legendario Coachella, en California. Estos hechos tienen en común el fenómeno de la narcocultura, un producto que América Latina está exportando al mundo con un éxito sin precedentes. Y con mucha polémica.
La fascinación de la industria cultural por los narcotraficantes no es nueva. “Scarface”, la película protagonizada por Al Pacino sobre un narco cubano en Miami, acaba de cumplir 40 años convertida en un clásico del cine. Y otro emblema —en este caso de la TV— es “Breaking Bad”, considerada una de las mejores series de todos los tiempos, que relata la historia de un mediocre profesor de secundaria que se convierte en un poderoso productor de metanfetamina.
En ambos casos se trata de producciones norteamericanas en las que lo latino aparece en los márgenes y con una connotación negativa. Pero ahora, esos marginales asaltan las pantallas y los escenarios del mundo mientras construyen una nueva narrativa alrededor del narcotráfico, en ocasiones rozando la apología.
Peso Pluma es el ejemplo más claro. “Y, bien forrados, los paquetes van / No hay pendiente, no puedo fallar / Siempre estoy listo para cruzar / Polvo, ruedas y también cristal”. El estribillo de su megaéxito “PRC” describe la actividad de un traficante promedio y lo cantan millones de personas, incluso niños. Por sus letras y su imagen (pasamontañas, autos caros, dentadura de diamantes), este artista de 24 años encendió la polémica en Chile tras ser confirmado como número estelar del Festival de Viña del Mar, organizado por la Municipalidad de esa ciudad costera.
“El 1 de marzo, en las pantallas del canal del Estado, escucharemos la voz del narco”, escribió en una comentada columna de opinión el sociólogo Carlos Mayol. El escándalo llegó hasta el parlamento chileno, se habló de apología del narcotráfico y —en el otro extremo— de censura. Después los organizadores ratificaron la presencia de Peso Pluma en el festival, aunque el final de la historia está abierto porque luego la Justicia aceptó una acción legal para bloquear su actuación.
Hoy, Mayol sigue defendiendo su postura crítica hacia el artista mexicano. Y dice que no intentó censurarlo, sino solo defender los “principios constitucionales” porque “la libertad de expresión no es absoluta”. En diálogo con CONNECTAS, aseguró que “el Estado no puede estar gastando recursos en combatir el narcotráfico y al mismo tiempo en promoverlo”. Y agregó que “el tema de fondo no es la cancelación del recital, sino una concepción sobre cuál es la forma en que lo público debe comportarse respecto a sus propios objetivos. Esa es la conversación que yo he planteado”.
¿Pero cuánto hay de cierto en que la música de Peso Pluma romantiza o incluso glorifica a los narcotraficantes? En realidad este, el primer mexicano en alcanzar el número uno en el Top Global de Spotify, es junto a su colega Natanael Cano el último emergente de un género, los narcocorridos, de larga tradición en su país. Se trata de canciones que cuentan historias de antihéroes de clase trabajadora que pelean contra su inevitable destino: la pobreza y la muerte violenta. Solo les queda la alternativa de involucrarse en el tráfico de drogas ilegales hacia Estados Unidos, con su promesa de dinero fácil, del poder que dan las armas y del placer que ofrecen las mujeres.
Los corridos nacieron a principios del siglo XX para celebrar a los héroes populares de la Revolución Mexicana. De ellos derivan los actuales “corridos tumbados”, cuyo éxito explica el escritor y periodista musical Oscar Adame, quien los ha estudiado en profundidad: “Los cárteles de drogas y demás grupos delictivos empezaron a utilizar este género musical para propagar sus propias noticias, para promover a sus propios héroes, para difundir sus valores. Los cárteles no pueden promocionarse en un diario, en un programa de televisión; pero sí pueden tener sus corridos, sí pueden tener su discurso boca a boca, sí pueden tener a Peso Pluma escribiéndoles sus canciones y a Natanael Cano presentándolas. Es querer que el pueblo los reconozca y que esté de su lado”.
A diferencia de Mayol, Adame no señala a Peso Pluma por supuestamente reivindicar al narcotráfico. Para él, el cantante sólo está exponiendo una cultura que ya estaba presente en México: “Está reflejando más a profundidad lo que es el país, aunque sean temas polémicos”, justifica.
Este fenómeno tan arraigado en México ha trascendido al resto de América Latina, donde la narcocultura ha encontrado expresiones a través de la música pero también en otros aspectos de la vida cotidiana. Un ejemplo son los cumpleaños infantiles o los funerales, en los que se celebra la vida de lujos y violencia de los narcos.
Ocurre en Colombia, donde son un éxito los recorridos turísticos por los lugares donde Pablo Escobar construyó su imperio narco en Medellín; también lo fue “El Patrón del mal”, la serie de televisión que lo retrató. En Ecuador, el país que enfrenta hoy su mayor desafío en el narcotráfico, la narcocultura ha impregnado hasta el habla cotidiana. “Andamo rulay” es una frase surgida de una canción de una “narcobanda” que se repite en los barrios dominados por los grupos armados, que significa “estar de fiesta por las calles”.
Situaciones similares se viven bien al sur de la región. En Argentina existe la “cumbia narco”, con músicos que graban videos exhibiéndose rodeados de dólares, paquetes de cocaína y armas, mientras le cantan a las hazañas de los narcotraficantes. En Chile, por su parte, el “narcopop” surgido de los barrios más pobres de la capital del país es hoy la música más escuchada.
En Ecuador no dudan de que los propios cárteles financian esta industria musical. Allí, el narcotraficante más famoso, José Adolfo Macías Villamar (alias “Fito”, recientemente fugado de la cárcel), protagoniza desde la prisión el video de una canción que lo homenajea, “El Corrido del León”, donde incluso canta su hija.
En YouTube y otras redes como TikTok e Instagram, los corridos tumbados de Peso Pluma y demás artistas encuentran su público más numeroso. En esas plataformas, la narcocultura se expresa en otro fenómeno paralelo: el “alucín”. Se trata de una etiqueta que alude a “aparentar otra vida” y que acompaña los videos donde usuarios de todas las edades se exhiben con ropas de marca, autos de lujo, fajos de billetes y armas, muchas armas. Son personas comunes que adoptan una ficción, conscientes de que su realidad nunca será como ese “alucín”.
Acá aparece otro aspecto para analizar la expansión de la narcocultura: su grado de representación de la realidad. ¿Es así de “romántica” la vida de un narcotraficante? Responde América Becerra, académica mexicana que viene estudiando el fenómeno entre los jóvenes de su país: “Todas las expresiones de la narcocultura, llámense los corridos, la literatura sobre sicarios y traficantes, las películas y las series de televisión que hablan del narco, toman elementos de la realidad”, dice. Pero aclara que “habría que considerar que la industria cultural, con el fin de hacerlos atractivos para los audiencias, agrega elementos de ficción. Pues el narcotráfico es un área de riesgo donde la muerte siempre está presente, y la riqueza y el poder no siempre se logran”.
Laura Alicino, investigadora de la Universidad de Bolonia, también trabaja sobre la influencia de lo narco en la cultura de masas. Para ella, “siempre ha representado una gran fascinación, tanto para los medios masivos como para otras formas de arte, como la literatura. Yo soy italiana y en la historia de los productos artísticos de mi país, las mafias están muy presentes. Por ejemplo, con el legado que ha representado y todavía representan películas de culto como ‘El Padrino’”.
Para el caso de nuestra región, destaca que “la violencia se ha vuelto la nueva marca del exotismo de América Latina. En este sentido, la violencia también puede ser una mercancía y la narcocultura se vuelve el brand”. Esto es evidente en el cine o en la música “por la naturaleza misma de estos medios, cuyo gran poder se encuentra en lo visual y entonces, en la capacidad de vehicular ciertos conocimientos de forma mucho más directa respecto de otros medios, como la literatura”.
Está claro que el arte, y los narcocorridos en particular, no dieron origen al narcotráfico ni a la violencia que viene asociada a él. Peso Pluma no es narcotraficante —aunque algunos lo acusen de estar a sueldo de los cárteles— ni quienes escuchan sus canciones se convierten en capos de la droga. También está claro que letras como “A mí me gusta chambear / y si la orden es matar / esa no se cuestiona” están al límite de la apología del delito. Pero la censura no solo no afecta en lo más mínimo la actividad criminal, sino que le agrega a la narcocultura la fascinación de lo prohibido.
Porque como explica Becerra, “la narcocultura se ha desarrollado a la par del narcotráfico. Entonces mientras siga habiendo hechos de violencia, de crimen organizado, seguirán existiendo expresiones culturales que reflejen estos escenarios a través de series de televisión, películas, novelas y canciones”.
Y si algún día el narcotráfico se acaba, nadie debería dudar de que la celebración de la violencia, la muerte y el dinero fácil seguirá teniendo eco en la cultura universal. Porque personajes como Tony Montana, los Soprano o Walter White no salieron de la imaginación latinoamericana sino de guionistas estadounidenses formados en la mayor cuna de la industria audiovisual: Hollywood.
Publicado origiginalmente en:
Narcocultura, la nueva exportación de Latinoamérica
La polémica por la presencia del músico mexicano Peso Pluma en el Festival de Viña del Mar puso en primer plano un viejo debate: ¿dónde termina la libertad de expresión y comienza la apología del delito? ¿Qué tanto es aceptable la normalización social de una actividad ilegal como el narcotráfico?
Por Leonardo Oliva
La actriz colombiana Sofía Vergara estrena en estos días en Netflix la serie “Griselda”, que protagoniza en el papel de la “reina de la coca”. Los rostros de Pablo Escobar y Joaquín “El Chapo” Guzmán aparecen estampados en remeras que se venden en mercados de todo el planeta. Los narcocorridos del mexicano Peso Pluma, después del festival en Chile, estarán en el legendario Coachella, en California. Estos hechos tienen en común el fenómeno de la narcocultura, un producto que América Latina está exportando al mundo con un éxito sin precedentes. Y con mucha polémica.
La fascinación de la industria cultural por los narcotraficantes no es nueva. “Scarface”, la película protagonizada por Al Pacino sobre un narco cubano en Miami, acaba de cumplir 40 años convertida en un clásico del cine. Y otro emblema —en este caso de la TV— es “Breaking Bad”, considerada una de las mejores series de todos los tiempos, que relata la historia de un mediocre profesor de secundaria que se convierte en un poderoso productor de metanfetamina.
En ambos casos se trata de producciones norteamericanas en las que lo latino aparece en los márgenes y con una connotación negativa. Pero ahora, esos marginales asaltan las pantallas y los escenarios del mundo mientras construyen una nueva narrativa alrededor del narcotráfico, en ocasiones rozando la apología.
Peso Pluma es el ejemplo más claro. “Y, bien forrados, los paquetes van / No hay pendiente, no puedo fallar / Siempre estoy listo para cruzar / Polvo, ruedas y también cristal”. El estribillo de su megaéxito “PRC” describe la actividad de un traficante promedio y lo cantan millones de personas, incluso niños. Por sus letras y su imagen (pasamontañas, autos caros, dentadura de diamantes), este artista de 24 años encendió la polémica en Chile tras ser confirmado como número estelar del Festival de Viña del Mar, organizado por la Municipalidad de esa ciudad costera.
“El 1 de marzo, en las pantallas del canal del Estado, escucharemos la voz del narco”, escribió en una comentada columna de opinión el sociólogo Carlos Mayol. El escándalo llegó hasta el parlamento chileno, se habló de apología del narcotráfico y —en el otro extremo— de censura. Después los organizadores ratificaron la presencia de Peso Pluma en el festival, aunque el final de la historia está abierto porque luego la Justicia aceptó una acción legal para bloquear su actuación.
Hoy, Mayol sigue defendiendo su postura crítica hacia el artista mexicano. Y dice que no intentó censurarlo, sino solo defender los “principios constitucionales” porque “la libertad de expresión no es absoluta”. En diálogo con CONNECTAS, aseguró que “el Estado no puede estar gastando recursos en combatir el narcotráfico y al mismo tiempo en promoverlo”. Y agregó que “el tema de fondo no es la cancelación del recital, sino una concepción sobre cuál es la forma en que lo público debe comportarse respecto a sus propios objetivos. Esa es la conversación que yo he planteado”.
¿Pero cuánto hay de cierto en que la música de Peso Pluma romantiza o incluso glorifica a los narcotraficantes? En realidad este, el primer mexicano en alcanzar el número uno en el Top Global de Spotify, es junto a su colega Natanael Cano el último emergente de un género, los narcocorridos, de larga tradición en su país. Se trata de canciones que cuentan historias de antihéroes de clase trabajadora que pelean contra su inevitable destino: la pobreza y la muerte violenta. Solo les queda la alternativa de involucrarse en el tráfico de drogas ilegales hacia Estados Unidos, con su promesa de dinero fácil, del poder que dan las armas y del placer que ofrecen las mujeres.
Los corridos nacieron a principios del siglo XX para celebrar a los héroes populares de la Revolución Mexicana. De ellos derivan los actuales “corridos tumbados”, cuyo éxito explica el escritor y periodista musical Oscar Adame, quien los ha estudiado en profundidad: “Los cárteles de drogas y demás grupos delictivos empezaron a utilizar este género musical para propagar sus propias noticias, para promover a sus propios héroes, para difundir sus valores. Los cárteles no pueden promocionarse en un diario, en un programa de televisión; pero sí pueden tener sus corridos, sí pueden tener su discurso boca a boca, sí pueden tener a Peso Pluma escribiéndoles sus canciones y a Natanael Cano presentándolas. Es querer que el pueblo los reconozca y que esté de su lado”.
A diferencia de Mayol, Adame no señala a Peso Pluma por supuestamente reivindicar al narcotráfico. Para él, el cantante sólo está exponiendo una cultura que ya estaba presente en México: “Está reflejando más a profundidad lo que es el país, aunque sean temas polémicos”, justifica.
Este fenómeno tan arraigado en México ha trascendido al resto de América Latina, donde la narcocultura ha encontrado expresiones a través de la música pero también en otros aspectos de la vida cotidiana. Un ejemplo son los cumpleaños infantiles o los funerales, en los que se celebra la vida de lujos y violencia de los narcos.
Ocurre en Colombia, donde son un éxito los recorridos turísticos por los lugares donde Pablo Escobar construyó su imperio narco en Medellín; también lo fue “El Patrón del mal”, la serie de televisión que lo retrató. En Ecuador, el país que enfrenta hoy su mayor desafío en el narcotráfico, la narcocultura ha impregnado hasta el habla cotidiana. “Andamo rulay” es una frase surgida de una canción de una “narcobanda” que se repite en los barrios dominados por los grupos armados, que significa “estar de fiesta por las calles”.
Situaciones similares se viven bien al sur de la región. En Argentina existe la “cumbia narco”, con músicos que graban videos exhibiéndose rodeados de dólares, paquetes de cocaína y armas, mientras le cantan a las hazañas de los narcotraficantes. En Chile, por su parte, el “narcopop” surgido de los barrios más pobres de la capital del país es hoy la música más escuchada.
En Ecuador no dudan de que los propios cárteles financian esta industria musical. Allí, el narcotraficante más famoso, José Adolfo Macías Villamar (alias “Fito”, recientemente fugado de la cárcel), protagoniza desde la prisión el video de una canción que lo homenajea, “El Corrido del León”, donde incluso canta su hija.
En YouTube y otras redes como TikTok e Instagram, los corridos tumbados de Peso Pluma y demás artistas encuentran su público más numeroso. En esas plataformas, la narcocultura se expresa en otro fenómeno paralelo: el “alucín”. Se trata de una etiqueta que alude a “aparentar otra vida” y que acompaña los videos donde usuarios de todas las edades se exhiben con ropas de marca, autos de lujo, fajos de billetes y armas, muchas armas. Son personas comunes que adoptan una ficción, conscientes de que su realidad nunca será como ese “alucín”.
Acá aparece otro aspecto para analizar la expansión de la narcocultura: su grado de representación de la realidad. ¿Es así de “romántica” la vida de un narcotraficante? Responde América Becerra, académica mexicana que viene estudiando el fenómeno entre los jóvenes de su país: “Todas las expresiones de la narcocultura, llámense los corridos, la literatura sobre sicarios y traficantes, las películas y las series de televisión que hablan del narco, toman elementos de la realidad”, dice. Pero aclara que “habría que considerar que la industria cultural, con el fin de hacerlos atractivos para los audiencias, agrega elementos de ficción. Pues el narcotráfico es un área de riesgo donde la muerte siempre está presente, y la riqueza y el poder no siempre se logran”.
Laura Alicino, investigadora de la Universidad de Bolonia, también trabaja sobre la influencia de lo narco en la cultura de masas. Para ella, “siempre ha representado una gran fascinación, tanto para los medios masivos como para otras formas de arte, como la literatura. Yo soy italiana y en la historia de los productos artísticos de mi país, las mafias están muy presentes. Por ejemplo, con el legado que ha representado y todavía representan películas de culto como ‘El Padrino’”.
Para el caso de nuestra región, destaca que “la violencia se ha vuelto la nueva marca del exotismo de América Latina. En este sentido, la violencia también puede ser una mercancía y la narcocultura se vuelve el brand”. Esto es evidente en el cine o en la música “por la naturaleza misma de estos medios, cuyo gran poder se encuentra en lo visual y entonces, en la capacidad de vehicular ciertos conocimientos de forma mucho más directa respecto de otros medios, como la literatura”.
Está claro que el arte, y los narcocorridos en particular, no dieron origen al narcotráfico ni a la violencia que viene asociada a él. Peso Pluma no es narcotraficante —aunque algunos lo acusen de estar a sueldo de los cárteles— ni quienes escuchan sus canciones se convierten en capos de la droga. También está claro que letras como “A mí me gusta chambear / y si la orden es matar / esa no se cuestiona” están al límite de la apología del delito. Pero la censura no solo no afecta en lo más mínimo la actividad criminal, sino que le agrega a la narcocultura la fascinación de lo prohibido.
Porque como explica Becerra, “la narcocultura se ha desarrollado a la par del narcotráfico. Entonces mientras siga habiendo hechos de violencia, de crimen organizado, seguirán existiendo expresiones culturales que reflejen estos escenarios a través de series de televisión, películas, novelas y canciones”.
Y si algún día el narcotráfico se acaba, nadie debería dudar de que la celebración de la violencia, la muerte y el dinero fácil seguirá teniendo eco en la cultura universal. Porque personajes como Tony Montana, los Soprano o Walter White no salieron de la imaginación latinoamericana sino de guionistas estadounidenses formados en la mayor cuna de la industria audiovisual: Hollywood.
Este texto fue publicado originalmente en: