Millennials y Nostalgia: el puente generacional
“Millennial” es un término que hace referencia a las personas nacidas aproximadamente entre 1981 y 1996. Nostalgia: del griego nóstos (regreso) y álgos (dolor).
Recuerdo claramente cuando yo tenía aproximadamente 13 años, edad en la que vivía en mi mundo. Fue en 2012 cuando mis papás accedieron a contratar internet porque se los rogaba, imploraba, me arrastraba por ello. La verdad es que no consideramos la magnitud de la ventana al mundo que es, sobre todo a una edad tan vulnerable. Aun sin tenerlo, recuerdo que mi amiga Dulce me creó una cuenta de Facebook en su casa cuando estábamos en secundaria, y fue ella misma quien también me creó mi correo electrónico (correo que aún conservo, todo ridículo porque así lo pedí, jaja). En fin.
Millennials y nostalgia
El punto es que, en retrospectiva, yo era alguien que no se fijaba en la mirada ajena; estoy de acuerdo que la validación sin internet o con él, siempre se ha buscado por la gente, pero mientras eso pasaba, me cultivaba mucho en programas de televisión. El primer recuerdo que tengo de no perderme un programa era el de El inspector Gadget, que luego supe que era un show ochentero. No quería perdérmelo; se pasaba de madrugada y me podía desvelar viendo sus repeticiones.
El bloque de Nick at Nite era buenísimo, mi mamá me regañaba por desvelarme, pero mi papá y yo, al fin, ya teníamos tema de conversación con El príncipe del rap. También recuerdo que en el canal 13 de SIPSE había un programa en donde hablaban de música super antigua y recuerdo MUY BIEN que se pasaba los sábados alrededor de las 4 de la tarde y después se programó a las 6 pm.}
Lamento mucho no recordar el nombre, pero agradezco infinitamente haberme abierto las puertas de todo ese conocimiento que nadie me iba a poder dar por gusto (porque no sabían). Mis papás siempre se molestaban porque vivía en mi mundo, y muchísimo más con el acceso a la red, porque ahí ya no tenía restricciones. Buscaba lo que se me antojara y mi concentración era muchísimo mejor que ahora. Entonces, me la pasaba indagando sobre todo lo que ya tenía noción.
Me gustaba que por esos tiempos los trends casi no eran “obligatorios como ahora”. Aunque siempre había un tema relevante, la crítica era más subjetiva (aunque no regulada); éramos menos genéricos en esos tiempos, nos enfocábamos en personalizar todo, desde Metroflog, y viniendo de la generación de emos y punks, la personalidad era lo que más gusto nos daba crear. Era más divertido ser uno mismo.
Estética Millennial: Más Allá de la Moda
Y no solo era diversión. Fue una época donde empezamos a usar la estética como lenguaje propio, desde lo emo, lo punk, lo indie, hasta lo vintage. La música y la forma de vestir eran una clase de “banderas emocionales”, formas de resistir. Hoy sé que esa necesidad de expresarnos con el cuerpo, el color de cabello (mis banderas emocionales me dejaron calva; lo tuve rubio, rojo, negro, morado, rosa, etc. etc. etc.) o los audífonos puestos a todo volumen, era también una forma de política íntima.
Lo que antes eran tribus urbanas, hoy es contenido que exige más adaptación que autenticidad. Y esa transformación nos ha dejado heridas psicológicas que apenas empezamos a nombrar: ansiedad, sensación de insuficiencia. Tuvimos que crecer muy rápido emocionalmente sin que nadie nos dijera cómo, y en el proceso, muchos aprendimos a sobrevivir callando lo que sentíamos, o expresándolo con memes. (me río pa’ no llorar)
Además, no podemos ignorar que todo esto ocurrió mientras nuestro país, y especialmente estados como Yucatán, vivían sus propias transiciones políticas: promesas de cambio que nunca llegaron, partidos que cambiaban de nombre pero no de prácticas, líderes que nos hablaban desde arriba y nunca desde la experiencia compartida. Mientras nosotros intentábamos encontrar un lugar en el mundo, el mundo parecía ya haber sido asignado para otros.
Pero, desde el cambio de ese escenario, en donde se va estrechando hasta dejarnos sin libertad de hacer lo que queramos, ahora, a mis casi 30 años, lamento profundamente que nos haya consumido el personaje, que ya no tengamos un discurso propio (que no nos dé pena), que nos vistamos, hablemos, escuchemos igual todo, y que la única forma de sentirse cómodo viviendo sea precisamente adaptándose al colectivo; porque, de otra forma, uno no se sale: lo funan, y de manera cruel.
Y no es que piense que todo se ha vuelto demasiado progresista o algo así; es que, desde que priorizamos lo superficial, desde que el culto a la personalidad se ha salido de control, desde que antes de conocer lo interno, calificamos lo externo, desde que funamos antes de conocer el conteeeeeeexto, desde tender a parecer un “buen ser humano”, al reaccionar antes de tiempo, sé de antemano que el control de mando del mundo será muy fácil de tomar.
La frase “cada cabeza es un mundo” pierde sentido con el pasar de los días, y con todo esto en mi mente he dado con la conclusión de que todo el tiempo que he vivido, lo he hecho en una transición, extrañando un pasado (que no viví) y casi casi extrañando un futuro (que no ha pasado), y no he sido sólo yo. Porque esa sensación de estar atrapados en un eterno intermedio no es individual, es generacional. Es el síntoma de haber crecido en un país que no termina de definirse, con instituciones que se desmoronan o mutan, y en un mundo emocional que a veces se siente demasiado grande como para sostenerse.
Pero justo por eso, mirar hacia atrás no es solo nostalgia, es también un intento por entender quiénes fuimos, qué caminos nos trajeron hasta aquí y qué tanto de eso aún podemos reclamar como propio.
El Limbo: La Generación del Puente
Tengo casi 30 años, y cada vez soy más consciente de que mi generación vivió un cambio de era único: fuimos los últimos en conocer la infancia sin internet y los primeros en ser devorados por las redes sociales. Somos el puente entre dos mundos: el de nuestros padres, que crecieron con televisión en blanco y negro y llamadas de teléfono fijo, y el de los Gen Z, que nacieron con un celular en la mano.
Mi propia historia lo refleja: a los 13 años, en 2012, rogué a mis padres por internet. No sabíamos que esa conexión sería una puerta giratoria: de un lado, la libertad de explorar; del otro, la jaula de la validación y exposición constante, nos encantaba al principio, pero después ya no. ¿Qué nos quedó? La nostalgia como refugio, pero también como maldición. Es fácil recordar los tiempos en que ver El príncipe del rap era un ritual casi sagrado, o cuando descubrir música antigua en la tele se sentía como encontrar un tesoro. Esos momentos tenían un peso distinto porque eran nuestros, no dados por algoritmos ni monetizados por influencers.
Pero aquí está el detalle: no somos víctimas. Elegimos entrar en ese mundo digital, aunque no sabíamos lo que significaría. Y ahora estamos atrapados en muchas paradojas:
- Somos los últimos en entender el valor de lo analógico, pero también los primeros en depender de lo digital.
- Criticamos a los Gen X por su resistencia al cambio, pero nos irrita que la Gen Z no conozca el esfuerzo de grabar álbums de música en un CD.
- Nos burlamos de que los Gen X no sepan usar correctamente un celular, pero tampoco terminamos de descifrar el léxico de la Gen Z.
Quizás ese sea justo nuestro lugar: ser testigos incómodos. Los que pueden señalar lo que se perdió en el camino, pero también lo que se ganó. Los que recuerdan cómo era vivir sin likes, pero entienden por qué hoy son importantes.
El Pasado: Nostalgia y Consumo Artístico
A medida que avanzo me doy cuenta de que la nostalgia no es simplemente un anhelo por el pasado, sino una herramienta psicológica que nos ayuda a construir nuestra identidad en un mundo en constante cambio. Investigaciones recientes sugieren que la nostalgia puede fortalecer los vínculos sociales y mejorar nuestro bienestar emocional. Para nosotros, los millennials, que crecimos en la transición del mundo analógico al digital, la nostalgia si bien se convierte en un refugio, también en una forma de reconectar con momentos que definieron nuestra formación personal.
NegrO0 & R0za
En el ámbito artístico, esta nostalgia se manifiesta en la forma en que consumimos y creamos contenido. Observamos un resurgimiento de estilos y formatos del pasado: vinilos, cámaras analógicas, series de televisión con estética retro. Es como si, al recrear estos elementos, intentáramos recuperar una autenticidad que sentimos que se ha perdido en la era digital. Y si hay un terreno donde la nostalgia se nos cuela hasta por los poros, es el artístico.
Recuerdo que en la secundaria, ser emo no era solo una etapa; era una identidad. Vestir de negro, delinearse los ojos, escuchar My Chemical Romance o Panda en tu mp3 o si eras riquillo Ipod, significaba algo: resistirse a una vida sin matices. Éramos adolescentes con canciones tristes, letras profundas y foros de internet donde encontrábamos gente que sentía igual. A lo mejor no sabíamos que estábamos creando una subcultura, pero sí sabíamos que queríamos pertenecer a algo que no fuera impuesto.
Y luego vino el indie. No solo era un estilo musical, era una actitud: hacer arte sin necesidad de validación masiva. Escuchar bandas como MGMT (de mis favoritas y hasta ahora, relevantes en TikTok), Arctic Monkeys o Zoé no era simplemente seguir una moda, era apropiarse de un universo que era más nuestro que cualquier cosa que nos ofreciera lo comercial. Todo se volvió más visual. Nuestras cuentas de Tumblr, los edits de escenas de películas francesas, los filtros granulosos: todo hablaba de una melancolía que nos gustaba habitar.
Lo que pasó después fue que el arte dejó de ser únicamente consumo para convertirse en creación espontánea. Nacieron las cuentas de fotos en Instagram, los poemas digitales, los reels con música de los 2000. Aprendimos que podíamos construir una estética propia desde lo que nos dolía, desde lo que extrañábamos. Porque, aunque muchos no lo vean, ese retorno a lo retro no es una moda: es una necesidad emocional. Es la forma que tenemos de decir “aquí estoy”, pero también “ahí estuve”, y no quiero que se les olvide.
Lo curioso es que en medio de esta necesidad de diferenciarnos, de ser únicos, nuestras subculturas fueron absorbidas por lo “mainstream”. Lo que antes era motivo de burla como el look emo o los tops tejidos a mano, ahora se recicla en campañas de moda, en videos virales, en trends que duran lo que un algoritmo decide. Y aunque me da gusto ver que se reconozca el valor estético de esas expresiones, también se siente una especie de traición: una parte de nuestra rebeldía fue empaquetada, vendida y devuelta en forma de nostalgia para consumo.
Pero nosotros lo sabemos. Sabemos lo que era estar pendientes esperando que pasaran un videoclip en MTV, grabar un disco con canciones pirateadas para regalárselo a alguien, forrar la carpeta con letras de canciones, pegar pósters que salían en las revistas en la pared. Sabemos que eso no lo va a replicar ningún filtro, ninguna app. Por eso, incluso cuando lo vemos en TikTok, nos duele un poco y nos da orgullo al mismo tiempo. Porque lo vivimos. Porque lo hicimos sin likes.
Y esa, quizá, es otra paradoja: vivir atrapados entre lo que hicimos por amor y lo que ahora otros hacen por alcance. Pero también es otro poder. Porque mientras otros lo imitan, nosotros lo recordamos. Y aunque el arte ya no se vea igual, aunque las estéticas se reciclen, nosotros seguimos cargando con una sensibilidad que solo puede nacer del intermedio en el que estamos.
De la tía Ivonne, Roli, Mr. Vila y Huacho Martín.
Política y Millennials Yucatecos: Una Herida Abierta
Políticamente, nuestra nostalgia se traduce en una búsqueda de valores y estructuras que percibimos como más estables o coherentes. Sin embargo, también somos conscientes de las fallas del pasado y luchamos por construir un futuro más inclusivo y equitativo. Esta dualidad nos coloca en una posición única: somos críticos del presente, pero también escépticos del pasado. Nuestra participación política se caracteriza por un deseo de cambio, pero también por una cautela aprendida de las lecciones históricas.
A diferencia de los Baby Boomers o el Gen X, que crecieron con la esperanza institucional del PRI eterno, y de la Gen Z que ha nacido en una era donde la información política circula en tiempo real y donde la indignación es instantánea, nosotros, los millennials, somos el producto de la transición: vivimos la caída del PRI, vimos cómo el “cambio” prometido por el PAN en los 2000 simplemente no se externó, y cómo el regreso de un nuevo viejo régimen en Morena nos llena de “sospechas”, aunque también de deseos de que esta vez “sí funcione” (es cuando nos damos cuenta de que la fe y los partidos sí se relacionan).
Y aquí en Yucatán, el asunto se vuelve más íntimo, casi familiar. Aquí la política aún se cocina con las vecinas, en salir a tomar el fresco a la calle, en comités de colonia, en desayunos o almuerzos entre compadres. Lo vimos todo desde pequeños: las camisetas regaladas, las despensas por votos, los bailes, los “mítines”. Y aunque nos prometimos que no caeríamos en lo mismo, muchos terminamos por alejarnos. La apatía no fue elección, fue mecanismo de defensa. ¿Cómo confiar si todo suena a lo mismo con distintos logos y colores?
Pero aquí está la trampa: aunque digamos que no nos interesa, el millennial yucateco sí tiene una herida política. Porque cuando se hablaba del futuro, se hablaba de nosotros. Nos dijeron que estudiáramos, que si nos esforzábamos tendríamos casa, coche, estabilidad. Y ahora que cumplimos 30, muchos rentamos cuartos o casa, seguimos becados emocionalmente por nuestros padres y trabajamos dos o tres cosas para sobrevivir. Nos mintieron. Y claro que eso duele. Y claro que politiza, aunque tratemos de no pensarlo.
Por eso, nuestra nostalgia también se expresa en ese “antes” idealizado donde parecía que todo estaba más claro: donde sabías que ser maestro, abogado o contador te garantizaba cierto respeto y estabilidad; donde el empleo público era sinónimo de certeza y no de precariedad disfrazada de honor y dignidad. Muchos crecimos viendo a nuestros papás trabajar en dependencias estatales, tener seguro, vacaciones, aguinaldo. ¿Dónde está eso ahora?
Y no es que queramos volver a ese modelo. No queremos repetir el nepotismo, el caciquismo, la meritocracia falsa. Pero sí anhelamos un sistema que tenga sentido, que no nos canse, que no nos expulse. Porque cada elección en Yucatán se siente como una repetición del mismo guion con diferentes actores (o los mismos con camisa y escenario distintos), y aunque aplaudimos a quienes siguen participando, también sabemos que no es tan fácil comprometerse con un sistema que no te contempla del todo.
Hoy, la mayoría de los millennials yucatecos que conozco no militan, pero todos opinan. No confían en los partidos, pero sí en causas específicas: el feminismo, el medio ambiente, los derechos LGBTIQ+, el antirracismo. Nos cuesta organizarnos, pero cuando algo duele, ahí estamos. Con memes, con marchas, con posts, con performance. Porque aunque no parezca, también estamos creando nuevas formas de hacer política: más descentralizadas, más simbólicas, más emocionales; aunque esto se nos salga un poco de las manos al haber ya más bocas que manos y el culto a los ActiviSTARS (hablar de esto nos llevaría una tesina completa).
Nuestra nostalgia política no es regresiva: es crítica. No queremos volver al pasado, queremos que las promesas que se hicieron entonces, por fin, se cumplan ahora. Y eso en un país como México y en un estado como Yucatán, tan lleno de historia, de desigualdad y de silencios, no es poca cosa.
El Futuro: Una Perspectiva Generacional
En última instancia, la nostalgia para los millennials no es una simple añoranza, sino una lente a través de la cual examinamos nuestro lugar en el mundo. Es una emoción compleja que nos impulsa a reflexionar sobre quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde queremos ir. Y aunque a veces nos sintamos atrapados entre lo que fue y lo que podría ser, quizás en ese espacio intermedio encontremos la claridad para construir un futuro que honre nuestro pasado sin quedar anclados en él.
No somos una generación trágica. Somos una generación trascendente, y eso nos da una perspectiva que nadie más tiene.
La pregunta es: ¿qué haremos con ella?
Podemos quedarnos atrapados en la nostalgia, y convertirla en melancolía lamentando lo que ya no es. O podemos usar esa memoria para construir algo nuevo: un mundo donde la tecnología no nos quite la autonomía, donde ya podamos usar el arte y la política como recursos para de verdad mejorar un poco nuestro hábitat, donde la personalidad no sea un producto empaquetado.
Al fin y al cabo, somos los hijos de un mundo que ya no existe y los padres de uno que no terminamos de entender; podemos hacer lo que sea, claro, en el presente.