En Yucatán sí pasa: el secreto detrás del “estado seguro”
Por Elementa DDHH
Mérida, Yucatán, 15 de noviembre de 2021.– Yucatán, el increíble paraíso peninsular. Lleno de color, de comida deliciosa, cenotes de agua cristalina y un litoral envidiado por el mundo entero. Las haciendas, su Ciudad Blanca. Un estado alejado de la violencia que azota al resto del país. Un paraíso seguro. Un “estado seguro”. Ese que ocupa los últimos lugares a nivel nacional en homicidios y desapariciones. Pero de los primeros en discriminación y violencia de género. Donde los reportes de abuso policial y tortura van a la alza. ¿Qué es, entonces, un “estado seguro”? o mejor dicho, ¿para quién es un “estado seguro”?
Independientemente de los colores partidarios, todas las administraciones locales han mantenido un discurso que define Yucatán como un paraíso. Esa es la imagen que se ha promovido desde que el ex presidente Felipe Calderón Hinojosa dio inicio a la “guerra contra las drogas” en 2006.
Más allá de las bellezas naturales, se dice que Yucatán es un paraíso porque ahí “no pasa nada”, pues los índices de desapariciones, tortura y ejecuciones son relativamente bajos comparados al contexto de violencia que impera en el resto del país. Incluso, estudios como el Índice de Paz México 2021 del Instituto para la Economía y la Paz han colocado a Yucatán como el estado más seguro del país en años consecutivos desde el 2017.
La estrategia de “estado seguro” comenzó desde la administración de Ivonne Ortega Pacheco, cuyo inicio coincide con el incremento de operativos militares en el territorio nacional para combatir al narcotráfico. En ese entonces, se empezó a fortalecer al sistema de seguridad pública estatal. Se incrementó el nivel operativo a través del aumento de personal, vehículos, armas y tecnologías.
Cada año se realizó inversión para ampliar y extender la infraestructura en seguridad, con el objetivo de brindar seguridad a las personas y a las inversiones. El discurso del “estado seguro”, respaldado por el aumento de policías y patrullas, colocó a Yucatán como una especie de oasis en medio de la brutal violencia ejercida en el resto del país.
Y es que es realmente absurdo intentar comparar la violencia de estados como Guanajuato, Jalisco, incluso su vecino Quintana Roo, con la de Yucatán. Una violencia que nos tiene frente a la peor crisis en materia de derechos humanos de la historia de nuestro país.
Sin embargo, que en Yucatán no exista ese nivel de violencia no implica que no se cometan violaciones a los derechos humanos. Por años, el discurso de “estado seguro” las ha invisibilizado a tal grado, que no cuenta ni con un diagnóstico oficial en la materia ni con un Programa Estatal que defina los objetivos y políticas públicas para proteger y garantizar los derechos humanos.
Además, el aparente aumento de seguridad que ha convencido a la sociedad, los medios (oficialistas) e incluso al resto del país, también ha traído consecuencias negativas y contrarias a los derechos humanos.
Como muestra, algunos datos. En 2018 la Comisión de Derechos Humanos del Estado de Yucatán (CODHEY) registró 215 quejas por detenciones arbitrarias y/o ilegales y 187 por lesiones, cometidas por agentes de seguridad pública, lo que derivó en la emisión de 18 recomendaciones dirigidas a la Secretaría de Seguridad Pública del Estado de Yucatán (SSP).
En ese año, la SSP fue señalada como autoridad presuntamente responsable de violaciones a derechos humanos en más del 55% de las quejas presentadas ante la CODHEY. En noviembre de 2020, el asesinato de Osmar López, estrangulado durante su detención, levantó las alertas.
A través de un comunicado la propia Comisión expresó una preocupación por el aumento de personas “fallecidas” en custodia de las policías estatales y municipales, pues tan solo entre 2018 y 2022 se registraron 22 casos.
Ese es el secreto detrás del “estado seguro”. Las violaciones a los derechos a la libertad e integridad personal que se cometen en Yucatán tienen un respaldo institucional y social cobijado por el argumento de que así se evitará caer en la espiral de violencia que caracteriza al país.
El “estado seguro” se convierte, así, en una justificación, con un tufo, incluso, de permiso de cometer actos violentos contra la población. Una población muy específica, atravesada por el desplazamiento, la desigualdad, la raza, la clase, la orientación sexual y otras conductas reprobadas por la sociedad, como el consumo de alcohol y drogas. Para esas personas, Yucatán no es un paraíso y mucho menos un “estado seguro”.
Hoy en día, el tema de la seguridad continúa siendo el eje de las acciones gubernamentales. Sin embargo, poco se habla de la impunidad en la que quedan los delitos y violaciones a derechos humanos que se cometen.
En ese tema, Yucatán no es muy diferente al resto del país. Si bien en “Yucatán no pasa nada”, tampoco se investiga, ni se juzga, ni se sancionan las violaciones a derechos humanos.
La atención mediática ha sido importante para los casos que logran alguna respuesta estatal. Eso lo pudimos constatar con el reciente y lamentable caso de José Eduardo, joven que denunció haber sido víctima de violación sexual y golpes tras haber sido detenido por la policía municipal de Mérida y quien falleció en un hospital 10 días después.
Desde hace años, organizaciones de la sociedad civil, colectivos, activistas y académicos han hecho un llamado urgente en favor de la defensa y garantía de los derechos humanos en Yucatán. Reclamo que parece no llegar a la puerta del ejecutivo estatal, ni del congreso local, ni de los medios de comunicación más tradicionales, pero que ha encontrado eco en distintos medios de comunicación -la mayoría independientes o “progres”-, incluso en algunas instituciones públicas federales, como la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Por eso, celebramos que cada vez existan más espacios, más voces, más plumas que estén dispuestas a ver y analizar todas las caras del “estado seguro”, sobretodo aquéllas que tienen un impacto diferenciado en el sector más vulnerable de la población y, específicamente, a seguir gritando que #EnYucatánSíPasa.